Dónde se encuentre la verdadera paz
Pedro: ¡Buen día, amigo! ¿Dónde has perdido y qué has visto y oído?Juan: He estado de viaje por todo el mundo, en búsqueda de la Ciudad La Paz. ¿Sabes qué? ¡Por fin la hallé!
Pedro: ¿Verdad? Has de contarme todo, porque yo no he visto nada sino contiendas por todos lados. Cada pueblo y ciudad que yo conozco están altercándose con sus vecinos. ¿Es posible que haya un lugar en este mundo como Ciudad La Paz, dónde no hay riñas?
Juan: ¡Claro que sí! Lo sorprendente es que muy pocos están enterados de su existencia, pese a que muchos pasan muy cerca de ella sin verla o percibir que algo está ocurriendo dentro de sus paredes.
Pedro: ¿Por qué no se dan cuenta?
Juan: La entrada a la ciudad es tan baja y estrecha[1] que muy pocas personas se dan cuenta de ella. Es más, la carretera que pasa por allí es tan ancha y traficada, y con tantos comercios a lado, que la mayoría de los viajeros no se percatan del camino que sale para Ciudad La Paz. Todo que el hombre desea para entretenerse—comida y hospedaje—está a su alcance en los comercios al lado de la carretera, que muy pocos son los que pensaran en la Ciudad La Paz o lo que ella ofrece a la raza humana.
Es más, para entrar a Ciudad La Paz hay que cambiar los vestidos y vestirse de otro modo, porque todo lo mundano tiene que quedarse afuera. Muchos no quieren nada de eso. La entrada es demasiada estrecha para permitir algo del mundo.[2]
Desde afuera, Ciudad La Paz luce un aspecto ordinario, sin distintivos y sin algo atractivo. Pero adentro, ¡todo se cambia![3] Nunca he hallado un lugar tan deseado y tranquilo.
Construido de piedras vivas[4] y fundado sobre una roca inmóvil[5], no hay inundación, ni tempestad o terremoto que puedan mover o sacudir la ciudad. Aunque la mar se levante contra ella, no se rendiría aquella ciudad. ¡Me quedé atónito al hallar un lugar tan asegurado y bonito en esta tierra!
Pedro: ¿Cómo es la gente de allí, y qué clase de rey tiene?
Juan: ¡Te digo que mi visita a Ciudad La Paz fue como si yo visitara a otro mundo! Todos los lugareños fueron humildes y amistosos.[6] Las personas más importantes parecían como los más mansos de todos.[7] No se pelean allí, y su rey es el Rey de Salem, el Príncipe de Paz.[8]
Pedro: Todo suena maravilloso, pero ¿qué pasa cuando haya carencia y se viera la necesidad de compartir bienes materiales o cuando se repartiera una herencia? ¿Lo cumplen sin discutir o pelear?
Juan: Tienes que experimentarlo para creerlo. El rey ha escrito un mandamiento en sus corazones, “Aman al prójimo tuyo como te amas a ti mismo”.[9] Ellos están tan celosos para guardar este mandato y lo cumplen tan fielmente[10] que ¡lo único que les hacen quejarse es el recibir demasiado![11]
Pedro: Pero han de ser codiciosos entre ellos, quienes siempre andan buscando ganar el más y lo mejor.
Juan: De veras, no hay. Los codiciosos no pueden pasar por la estrecha puerta de Ciudad La Paz con sus pertenencias que han acumulado.[12]
Pedro: ¿Qué ocurriría si alguien se convirtiera en codicioso luego en la ciudad?
Juan: Hay codiciosos que se dicen ser ciudadanos de la Ciudad La Paz, pero todo el mundo se percata inmediatamente de su engaño y mentira, y tal propaganda queda inválida.
Solo los lavados en la sangre del Cordero pertenecen a Ciudad La Paz.[14] De igual modo, solo los obedientes de los mandatos del Rey pueden residir en la Ciudad. El rey fue tan alejado del egoísmo que dejó todo lo que tenía para comprarla y edificarla. Tan abnegado es que dejó todo su riqueza personal y llegó a ser tan empobrecido que ni siquiera tenía lugar para recostar su cabeza.[15] Tan distinto es Él de otros reyes que aumentan impuestos y roban a la gente, que dio su vida para la gente de la ciudad, por amor a ellos. Él les obsequia cosas maravillosas y riquísimas—el tesoro de la vida eterna—pero escondidas de los ojos del mundo.[16]
Pedro: Pero, ¿Inquiere y se da cuenta el rey de lo que hacen los ciudadanos de su reino?
Juan: ¡Claro! Él tiene ojos como fuego[17] que son capaces de escudriñar el corazón de sus siervos. Nadie le puede pasar algo bajo la mesa o engañarle con palabras suaves. El Rey es tan enemigo de la avaricia que Él dio todo por ellos[18] y nadie puede andar con Él sin renunciar a la avaricia—junto con la hipocresía, el odio encubierto, la traición, la intolerancia, el orgullo espiritual y la auto-justicia. Todo eso no tiene nada que de ver con Ciudad La Paz.[19]
Pedro: Todo suena maravilloso, pero tengo que decir que estoy en dudo. En cada comunidad, pueblo o ciudad que yo conozco, no he visto nada sino la gente procurando a enriquecerse y agradarse a sí misma. Cada cual se agarra a su propio y se mantiene firme en sus derechos. ¿Van al pleito los ciudadanos de Ciudad La Paz el uno contra el otro? Como sabes, todos—ambos los hombres y las mujeres—se riñen a veces.
Juan: ¡Ni surge la idea en la mente de los ciudadanos de Ciudad La Paz de reclamar para bienes materiales o peor hacer pleitos! No demandan para el mejor tampoco para sus derechos humanos. Mas bien, hacen como su Rey les ha enseñado: si alguien les pide el abrigo, le obsequian la camisa también.[20] Cada cuestión de lo material se resuelva en el dar y el rendirse.[21] Quién anduviera este camino encuentra tal descanso para el alma[22] que ¡si tú pudieras verlo o sentirlo, de inmediato tú también te emigrarías para allí![23]
Pedro: ¡Mira! Yo puedo percibir el final de todo ello. Muy pronto yo no tendría nada. ¿Qué clase de descanso sería eso?
Juan: Esa es exactamente la razón por la cual tan pocos deciden no entrar a Ciudad La Paz. Tienen miedo de la pobreza y la pérdida de sus bienes personales.[24] Pero esos no ven todo el cuadro. Ante de todo, el mirar de ellos está fijo en lo material, no en el bienestar espiritual.[25] De ahí pasan a hacer luz de las tinieblas y dicen mal a lo bueno, y vice versa.[26] La mayoría se agarra aferrándose a esos temores y malentendidos que nunca se convierten y quedan en el mundo. La verdad es que ellos se aman a sí mismos más que amar a Dios. Debido a su oscurecido entender, se convencen que son de clara visión cuando de hecho son invidentes. El tenedor de auto-gobierno les ha sacado el ojo derecho[27], y debido a ello se piensan que no hay peligro en confiar en la riqueza mundanal.[28] Pero la misma cosa en que confían es la que les empuja a la confusión y desesperanza,[29] y su seguro mayor se convierte en su desastre mayor.[30] El montón de riqueza que se han acumulado al final les trae nada menos que dolor de corazón.
Pedro: Pero, Juan, tú sabes que la persona tiene que ahorrar para el futuro para tener paz de mente y corazón. ¿Cuánto aprecio le asigna la sociedad al hombre que ni siquiera es dueño de la casa en que vive?
Juan: Tú hablas el hablar del mundo, Pedro. Los que confían en la seguridad que ofrece el dinero dan homenaje a un ídolo[31]—un imponente pero terrible ídolo igual al de Nabucodonosor, quien ordenó que todos se postraran ante aquella imagen. Casi la totalidad del mundo hoy adora el dios de dinero (Mammón), pero te aseguro que mientras te confíes en el dinero no te liberarás de problemas, ansiedad, preocupaciones y dolor.[32] Debido a la confianza que las personas ponen en el dinero, el mismo ha llegado a ser la raíz de las riñas, peleas, pleitos, odios, celos y avaricias en este mundo.[33] Los que aman el dinero se dan prisa para vender y comprar para el beneficio mezquino. Ellos mienten y estafan, procurando de cualquier manera ganarse del otro. El dios que sirven, el dios dorado, les impulsa todo el día a la enervación y la ansiedad.[34]
Pedro: Muy bien, Juan. Pero dime a las claras, ¿la gente de Ciudad La Paz nunca se acumulan nada de riqueza? ¿Cómo pudieran auxiliar a los necesitados si no tienen nada ellos mismos?
Juan: Ellos no se acumulan riquezas mundanas, pero sí pueden socorrer a los pobres a razón de la bendición divina que rodea a los justos que se contenten con lo poco.[35] Ellos siguen en los pasos del Rey quien les enseña a no hacer tesoros en la tierra donde los ladrones minan y hurtan.[36] Debido a que no viven lujosamente, les sobra suficiente para compartir con los pobres. Ellos toman muy en serio a su Rey cuando él les dice que es más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que el hombre rico entrase al reino de Dios.[37]
Dios les consuela y está a la par del pobre que confiara en él. Dios les aumenta el lo poco que tienen para que ellos siempre puedan gustarse de la dulzura de las riquezas celestiales, y no de lo que este mundo les ofreciera.[38]
Los habitantes de Ciudad La Paz se guardan de asociarse con los que erróneamente pensaran que la ganancia económica fuera la bendición divina [39]. Lo que anteriormente fue estimado ahora se considera como tierra y basura [40] en comparación con la mucha mayor bendición que es la gracia divina. Debido a que no han traído nada al mundo, no tiene la expectativa de llevar algo de él. Con abrigo y sustancia están contentos, pues comprenden que el deseoso de riquezas cae prendido en la trampa de muchos deseos los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición.
No hallé ni a un verdadero ciudadano de Ciudad La Paz que se amontaba riquezas mundanales para sí. Pero lo que sí vi fue a todos compartiendo el uno con el otro. Si Dios bendecía sus labores y les sobrara algo, lo contaron como de Dios, no de ellos mismos, y así lo manejaban. A razón de ello, no estaban envueltos el corazón ni cegados los ojos con esa riqueza pasajera.[41] Su tesoro está en el cielo, donde también están escritos sus nombres en el libro de la vida—y eso es únicamente lo que buscan.[42]
Continuacion segunda parte.
Tercersa parte .
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