Los
cristianos decimos a menudo que debemos hacer las cosas para “la gloria
de Dios” (comp. 1Cor. 10:31). Ese es un lenguaje muy común entre
nosotros. Pero ¿qué significa esa frase realmente? ¿En qué sentido
podemos nosotros glorificar a Dios? Obviamente, nosotros no podemos
hacer a Dios más glorioso de lo que Él es intrínsecamente; pero nosotros
sí podemos, y debemos, hacer las cosas con la intención de manifestar
en alguna medida los atributos que hacen a Dios un Ser lleno de gloria.
Ahora bien, si fuimos creados para mostrar en todas las cosas que hacemos cuán glorioso es nuestro Dios, entonces el más grande de nuestros pecados no es el robo, ni el adulterio o el asesinato, sino la decisión voluntaria de no cumplir ese propósito para el cual fuimos creados (comp. Rom. 3:23). El hombre ha decidido vivir para su propia gloria, haciendo su voluntad, obedeciendo sus propios deseos; completamente al margen de la opinión de Dios.
Hace unos años leí una ilustración que puede ayudarnos a entender la magnitud de este problema. El gobierno de los EUA dedica mucho tiempo, esfuerzo y dinero para entrenar y equipar sus fuerzas militares que están supuestas a defender la nación de agresiones externas o internas. Imagínense qué sucedería si se descubre que un batallón del ejército norteamericano ha estado desviando todos los recursos que el gobierno le provee hacia una célula terrorista de al-Qaeda y ayudándoles a planificar un ataque letal contra los EEUU. Seguramente todos los implicados serían juzgados por alta traición y castigados con la pena máxima.
Pues eso es exactamente lo que el hombre ha hecho con su Hacedor. Dios nos creó y nos equipó para que pudiésemos vivir para Su gloria. Nos dio una mente para pensar, un corazón para sentir, una voluntad para decidir, un cuerpo para servirle y una boca para alabar. Pero el hombre ha corrompido todos esos dones y capacidades, usándolos para su propia gloria y para llevar a cabo su propia agenda. ¡Eso no es otra cosa que alta traición y de la peor clase!
Fue precisamente para solucionar ese problema que Cristo vino al mundo. Él vino a buscar y a salvar lo que se había perdido, pagando nuestra deuda con la justicia divina al morir en nuestro lugar en la cruz del calvario. Él vino a reconciliar al hombre con Dios. A restaurar nuestras personalidades dañadas por el pecado para que podamos cumplir, aunque todavía imperfectamente, el propósito para el cual fuimos creados (Rom. 11:36).
No fue un pasaje gratuito al cielo el que Cristo compró en la cruz; Él murió “para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor. 5:14)

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